Repita su
nombre tantas veces como le sea posible a lo largo de varios meses. Encuentre
qué otras palabras formar con sus catorce letras. Juegue, invente, altere su
orden hasta que las letras mismas se desdibujen y pierdan todo sentido.
Memorice esas palabras de manera tal que cada vez que alguien le hable de
bueyes perdidos, usted piense inevitablemente en el amor de su vida.
Camine por
las calles de la ciudad que recorrían juntos. Vuelva a cada esquina dónde se
hayan besado. De ser posible, siéntese a tomar un café en aquel bar dónde le
robó el primer beso. Ocupe la misma mesa de aquella noche y repase mentalmente
cada detalle de aquella escena. Saboree la nostalgia de saber que ya nunca la
besará por vez primera. Regodéese en esa certeza.
En su
recorrido por la ciudad, su ciudad, la de ustedes, ese circuito tan íntimo de
calles, plazas, supermercados y panaderías, deténgase ante cada pareja feliz.
Frente a parejas besándose, recuerde sus besos, sus labios en los suyos y esa
inexplicable dicha y sensación de calidez en el pecho. Reviva las taquicárdicas
caricias y abrazos. Fantasee con todo ese pasado y note el frío en su espalda y
el viento en su rostro. Recuerde su corazón desbocado y sienta, en el presente,
la parsimonia de sus latidos. Recuerde y sienta, recuerde una hermosa realidad
que ya no es y sienta esa dura soledad que se le impone. Contraste ambas
experiencias.
Por último,
es esencial al no olvido, seguir en contacto con la persona amada. Busque
excusas para verse, dígale que todavía le debe aquel dinero que una vez le
prestó, u ofrézcase a ayudar en alguna mudanza, o simplemente pase por la
puerta de su casa y toque timbre para charlar un rato. No importa acerca de
qué. De hecho será mejor si hablan mucho sin decir realmente nada. Así se
asegurará conservar al otro como un rehén dentro de su cabeza mientras se hace
imposible todo intento de reconstruir la relación.
N. de la A.: Si lo que usted quiere es olvidar, haga exactamente lo contrario. No piense en el ser amado, pero no por hacer un esfuerzo consciente de no pensarlo -eso es imposible-, sino porque tiene mejores cosas en qué pensar, porque ya no necesita al otro y porque, en definitiva, está empezando a ser feliz por su cuenta.