Nos dice Wikipedia que abril era el segundo mes del año en el antiguo calendario romano antes de que el rey Numa Pompilio añadiera a enero y febrero alrededor del 700 a. C. Los antiguos romanos lo llamaban aprilis, en latín. No se conoce exactamente el origen de la palabra «abril». Se ha querido relacionar con el verbo aperire (‘abrir’), por la supuesta forma aperilis, asociándolo a que en este mes la primavera abre la tierra, las flores, etc. Ovidio se une a esta idea; pero no hay fundamento etimológico que lo sustente.
Más de una vez escuché esta teoría de la etimología de abril. Ese aprilis que suena explosivo, como si más que una palabra fuera la onomatopeya de la primavera. Aprire. Abril en que se abren las flores y estalla esa vida latente que estuvo madurando durante el frío invierno. Primavera boreal, porque por estas latitudes abril es el mes del otoño. Otra explosión, no ya de flores y naturaleza que desborda, sino de colores más calmos. Se podría decir que se da el efecto inverso, la naturaleza implosiona, los árboles se vuelcan hacia dentro, retienen su savia y la envían a las raíces, para que se nutra y se proteja del frío que se avecina. Los dorados, rojos y amarillos invaden el paisaje, que por fuera podrá parecer triste, parecerá un paisaje de muerte, de árboles secos, de hojas que caen, pero hay una profunda verdad oculta en ese replegarse. Hay una vida más honda, que no se ve a simple vista. Hay una preparación, una rumia lenta y serena que permitirá después la explosión primaveral. Sin otoño, sin invierno, no es posible la primavera. Por eso abril me suena a vida nueva, quizás no muy vistosa, no tan evidente, pero profundamente necesaria. Ese replegarse se me hace tan necesario, tan fecundo, como la misma primavera. No tan vistoso, pero igual de hermoso, en su tranquila espera.