Más de una vez, cuando estoy confundida o no sé para dónde salir corriendo, agarro la bici y me voy hasta el río. No sé por qué. Pero mirando y oyendo el agua, después de pedalear un rato, las cosas cobran otra claridad. No voy a decir que todo me resulta evidente, pero sí mucho más simple.
Hoy hice lo mismo, agarré la bici y me fui para la costanera. Llegué y había bastante bruma sobre el agua, además el cielo estaba medio blanco, y era muy difícil distinguir cielo de río. El horizonte era casi invisible. Parecía como si la confusión que tengo en mi cabeza y corazón se hubiera traducido en cielo y río empalmados, sin horizonte, sin líneas, sin división. Eso no aportaba mucho. Salvo por un detalle. Pude distinguir claramente el firmamento de aire, del firmamento de agua por los veleros que navegaban. Viendo las velas bien blancas y brillantes, hinchadas por el viento, recortadas contra el fondo gris, enseguida se notaba un arriba y un abajo, aire y agua. Y creí entender que capaz eso es lo que tengo que hacer. Embarcarme, navegar, y ahí probablemente las cosas se clarifiquen. Como otras veces, no importa mucho el rumbo con el que zarpe, lo importante es zarpar. Después sobre la marcha iré viendo si hay que corregir la dirección o si voy bien. Pero para empezar a distinguir y ver más claro no me queda otra que ponerme en movimiento.
Eso nomás.
martes, marzo 20, 2012
jueves, marzo 08, 2012
Juegos
Todavía me acuerdo cuando era chica y jugaba a la maestra. Ponía mis muñecos en sillas y escribía cuentas en el pizarrón. Las hacía, se las explicaba, ellos me preguntaban sus dudas, yo les respondía. También me acuerdo cuando jugaba a que tenía un negocio de ropa, abajo del escritorio de mi hermana. Al lado había otro negocio y yo hablaba con los otros vendedores. También me acuerdo cuando me había armado mi casa debajo de la cama alta de mi otra hermana. Enganchaba una sábana entre el colchón y la cama, que caía haciendo de pared/cortina. Tenía cocina, lavadero, living, cuarto. Entraba y salía de mi casa. Por supuesto que también me acuerdo de cuando me armaba una verdulería en el patio, con cajones de manzanas. O cuando tenía un vivero y vendía plantas. O cuando me armaba una agencia de turismo y hacía folletos de lugares donde pasar unas vacaciones inolvidables. ¿Quién no jugó alguna vez? ¿Quién no se inventó una profesión, un nombre, una historia y jugó por un rato a vivir otra vida? No era yo, era la maestra, la vendedora, la mamá, la verdulera. Hasta que mi mamá me llamaba a tomar la leche. Ahí terminaba el juego, o quedaba entre paréntesis esa realidad.
A veces venía alguna amiga a jugar a casa y las dos éramos maestra y alumna, o dos vendedoras, o dos mamás amigas, o vendedora y clienta. Y estaba sobrentendido que lo que decíamos, lo que hacíamos, era todo parte de ese otro universo que nos inventábamos. Lo maravilloso es que no nos poníamos muy de acuerdo, las situaciones iban surgiendo con naturalidad, no había un código previo. Improvisábamos. Como mucho establecíamos lugares “esta es mi casa”, “bueno, y este es mi negocio, vendo ropa para bebés”. Y listo. A jugar se ha dicho. A inventar una realidad paralela en la que podíamos ser quienes quisiéramos.
Creo que nunca dejamos de jugar a medida que crecemos. Se suele decir que los adultos no jugamos tanto como deberíamos, pero me parece que es un error, yo creo que seguimos jugando pero sin darnos cuenta. ¿Por qué no es lo mismo el barrio que nos inventábamos con mi amiga, donde las compras eran tan reales como la plata con la que las pagábamos, que los sueños e ilusiones que inventamos de a dos cuando nos enamoramos? ¿No es una realidad nueva, inventada, que surge casi sin pautas? No mucho más que un: “mirá que soy un poco insegura”, “bueno, pero mirá que yo creo que sos hermosa”, “bueno, dale”. Y listo. Creo que si aprendiéramos a verlo un poco más así no nos dolería tanto cuando nos llaman a tomar la leche y tenemos que volver a la realidad lisa y llana. No dolería tanto el porrazo. Agradeceríamos la tarde de juego, habernos divertido tanto y haber compartido un tiempo hermoso con alguien querido.
A veces venía alguna amiga a jugar a casa y las dos éramos maestra y alumna, o dos vendedoras, o dos mamás amigas, o vendedora y clienta. Y estaba sobrentendido que lo que decíamos, lo que hacíamos, era todo parte de ese otro universo que nos inventábamos. Lo maravilloso es que no nos poníamos muy de acuerdo, las situaciones iban surgiendo con naturalidad, no había un código previo. Improvisábamos. Como mucho establecíamos lugares “esta es mi casa”, “bueno, y este es mi negocio, vendo ropa para bebés”. Y listo. A jugar se ha dicho. A inventar una realidad paralela en la que podíamos ser quienes quisiéramos.
Creo que nunca dejamos de jugar a medida que crecemos. Se suele decir que los adultos no jugamos tanto como deberíamos, pero me parece que es un error, yo creo que seguimos jugando pero sin darnos cuenta. ¿Por qué no es lo mismo el barrio que nos inventábamos con mi amiga, donde las compras eran tan reales como la plata con la que las pagábamos, que los sueños e ilusiones que inventamos de a dos cuando nos enamoramos? ¿No es una realidad nueva, inventada, que surge casi sin pautas? No mucho más que un: “mirá que soy un poco insegura”, “bueno, pero mirá que yo creo que sos hermosa”, “bueno, dale”. Y listo. Creo que si aprendiéramos a verlo un poco más así no nos dolería tanto cuando nos llaman a tomar la leche y tenemos que volver a la realidad lisa y llana. No dolería tanto el porrazo. Agradeceríamos la tarde de juego, habernos divertido tanto y haber compartido un tiempo hermoso con alguien querido.
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