Extraño tu mirada, extraño tus palabras, extraño tu sonrisa, extraño tus acordes, extraño tu voz, extraño nuestras charlas, extraño tus silencios, extraño los abrazos, extraño nuestra complicidad, extraño otra vez tu mirada, tus ojos, tus cejas, tus pestañas...
Siempre es lo mismo. Estás, pero no conmigo. O te vas, cuando empezás a quererme. Te tengo, pero no como quisiera. Nos vemos, pero no tan seguido como me gustaría. No tan a fondo como me gustaría. Porque me gustaría poder verte bien, de frente, cara a cara, y hurgar con mi mirada cada centímetro de tu rostro. Me gustaría no necesitar excusas para acercarme a vos. Me gustaría tener derecho a quererte como te quiero.
Hoy te necesito acá, conmigo; pero como siempre, estás allá, con ella.
viernes, julio 30, 2004
miércoles, julio 28, 2004
Ayudame a sonreír, que hoy no encuentro mi alegría...
El día no ayuda, la época del año menos. Estoy con tan poco resto, y lo que queda por hacer es tanto, que no sé hasta dónde voy a poder llegar. El tiempo apremia, agobia, pesa y nos aplasta. Tal vez si no hubiera tiempo, si no hubiera fechas límites, sería menos pesado este tramo que queda. Pero tampoco ayuda el día, no hace frío ni calor, está tibio, pegajoso, sofocante. Está aburrido. No corre aire, tampoco cae el sudor, nada se mueve, todo se mantiene estático. No hay nada que indique que esta tierra sigue en movimiento, lo único que me dice que no estamos congelados es el segundero del reloj, que no para de avanzar y de andar en círculos, volviendo siempre a los mismos lugares, pero sin marcar jamás los mismos segundos. Y en medio de todo esto, en medio del tiempo que pasa, y del mundo que no avanza, sólo algo me libera de tanta monotonía. Sólo una voz, una boca, unas palabras, unos ojos. Los tuyos. Porque sólo vos sabés sacarme de este encierro en el que transformo mi vida. Porque vos sabés arrancarme esa sonrisa. Porque nos entendemos. Porque yo también te saco de tu encierro. Porque entre los dos nos empujamos, y juntos podemos avanzar. Porque solos no podemos, pero de a dos lo hacemos cantando. De a dos se hace más liviano todo. Y hasta las penas se soportan más fácil, se hacen más llevaderas.
Tal vez todo esto sea mentira, sea una ilusión, un paraíso que nos inventamos. Un sueño que decidimos soñar juntos. Pero bueno, dejame este sueño de creer que nos queremos. Dejame soñarlo aunque sea un par de noches más, hasta que encuentre algún sueño que pueda soñar despierta. Y mientras tanto, ayudame a sonreír, que hoy no encuentro mi alegría...
Martes 4 de noviembre de 2003
Tal vez todo esto sea mentira, sea una ilusión, un paraíso que nos inventamos. Un sueño que decidimos soñar juntos. Pero bueno, dejame este sueño de creer que nos queremos. Dejame soñarlo aunque sea un par de noches más, hasta que encuentre algún sueño que pueda soñar despierta. Y mientras tanto, ayudame a sonreír, que hoy no encuentro mi alegría...
Martes 4 de noviembre de 2003
La Historia de Vera
"Hoy no quiero ser yo, me han dado muchos golpes, la mayoría me los di yo misma, y no quiero ser yo. Renuncio a seguir así, ya está, perdí, quiero volver a empezar. ¿No me dejan nacer de nuevo y volver a empezar desde el principio? Deberían darnos esa posibilidad, deberíamos poder hacer eso, porque suele pasar que nos equivocamos, y forjamos una personalidad horrible. No nos gusta, a nadie le gusta, y no hay forma de cambiarla, porque es demasiado orgullosa como para replantearse nada. Creo que la vida me fue dando este carácter, no es cien por ciento mi culpa."
Apretando los dientes, y con un nudo en la garganta conteniendo el llanto, Vera rumiaba su orgullo. Una vez más, reprimía todo lo que tuviera dentro para que nadie la viera llorar, para que nadie se diera cuenta de su dolor. Acababa de descubrir que nada de lo que había hecho en su vida estaba bien, todo la llevaba a ser como era y eso no le gustaba. No es que no hubiera disfrutado su vida, pero no le gustaba lo que daba como resultado. Fingiendo indiferencia respondió lo que le preguntaban y salió de la sala con aire altivo. Siempre había demostrado altivez, le gustaba sentirse importante y respetada, pero se dio cuenta de que años de altura le estaban pagando con soledad y aislamiento. Vera estaba sola en el mundo. Vivía con su familia, tenía amigos, tenía conocidos, pero todos en algún sentido le temían o la odiaban. No había conocido el amor, y la verdadera amistad pasó de largo por su vida.
Se estaba dando cuenta de todo esto cuando su madre le preguntó si saldría esa noche, tal vez por eso o tal vez porque ya se encontraba hastiada de esa mujer, es que Vera se fue dando un portazo. De cualquier modo, su madre interpretó el gesto como un insulto hacia ella, que su hija le dirigía con total alevosía. Lo que no sabía la madre de Vera era que su hija estaba pasando por un momento sumamente difícil y de grandes decisiones, pero nadie solía saber nada sobre la vida de Vera. Tal vez por celosía, tal vez para conservar su altivez, Vera no hablaba de sí misma. Al menos no compartía sus verdaderos anhelos y esperanzas. Estaba guardando esas cosas para contárselas al hombre que fuera a aparecer en su vida, si es que alguna vez el amor llegaba a ella. Y en esto se iban sus días, en esperar algo que dudaba si vendría.
El caso es que con esta actitud, Vera sin darse cuenta siquiera, había ido cerrando cada vez más su corazón, hasta tal punto se endureció, que ya ni ella misma podía escuchar lo que su corazón, preso ya de tan impenetrable coraza, le pedía a gritos. Sólo necesitaba un poco de aire fresco, respirar. Pero Vera no lo esuchaba, y cuando algún vago rumor lograba llegar hasta ella, sólo conseguía que reforzara su muralla. Así se pasaban los días de Vera. Los días, los meses y hasta los años. Así, se dificultaba enormemente que pudiera conocer algún día al “amor de su vida”, porque Vera se había convertido en una criatura totalmente incapaz de amar. No es que fuera mala, ni nada, simplemente no sabía cómo amar, cómo abrir su corazón. No podía, lo había encerrado bajo demasiados cerrojos.
Me gustaría decir que un día Vera conoció a un hombre que le hizo tirar abajo su pared, que la hizo bajar de su altivez, y le mostró las bellezas de andar por lo bajo. Me gustaría poder contar que Vera se enamoró perdidamente de un hombre, que le ayudó a crecer en humildad y sabiduría, que le hizo descubrir el amor, que le enseñó que su corazón tenía alas y anhelaba desplegarlas de par en par. Me encantaría contar todo esto. Pero no. Lo cierto es que Vera jamás conoció el amor de un hombre, jamás supo lo que era sentirse salvada, jamás supo lo reconfortante que puede ser un abrazo. En lugar de eso vivió toda su vida mascullando amargura y un cierto resentimiento contra esas criaturas que saben amar, que se atreven a rebajarse de tal modo frente a la persona amada y al mundo entero, esos seres ridículos que hacen promesas de amor eterno que nadie sabe si podrán cumplir. Tal vez era pura envidia. Lo cierto es que Vera quería amar, quería ser libre, quería volar, pero nunca supo cómo. O tal vez nunca se animó a abrir sus alas. Y por eso un día la muerte la encontró exactamente como habían transcurrido cada uno de sus días, sola, mascullando amargura, tejiendo rencores. Tal vez por eso no le costó trabajo encontrarla, porque en cierto modo, hacía muchos años ya que Vera había dejado de vivir.
Apretando los dientes, y con un nudo en la garganta conteniendo el llanto, Vera rumiaba su orgullo. Una vez más, reprimía todo lo que tuviera dentro para que nadie la viera llorar, para que nadie se diera cuenta de su dolor. Acababa de descubrir que nada de lo que había hecho en su vida estaba bien, todo la llevaba a ser como era y eso no le gustaba. No es que no hubiera disfrutado su vida, pero no le gustaba lo que daba como resultado. Fingiendo indiferencia respondió lo que le preguntaban y salió de la sala con aire altivo. Siempre había demostrado altivez, le gustaba sentirse importante y respetada, pero se dio cuenta de que años de altura le estaban pagando con soledad y aislamiento. Vera estaba sola en el mundo. Vivía con su familia, tenía amigos, tenía conocidos, pero todos en algún sentido le temían o la odiaban. No había conocido el amor, y la verdadera amistad pasó de largo por su vida.
Se estaba dando cuenta de todo esto cuando su madre le preguntó si saldría esa noche, tal vez por eso o tal vez porque ya se encontraba hastiada de esa mujer, es que Vera se fue dando un portazo. De cualquier modo, su madre interpretó el gesto como un insulto hacia ella, que su hija le dirigía con total alevosía. Lo que no sabía la madre de Vera era que su hija estaba pasando por un momento sumamente difícil y de grandes decisiones, pero nadie solía saber nada sobre la vida de Vera. Tal vez por celosía, tal vez para conservar su altivez, Vera no hablaba de sí misma. Al menos no compartía sus verdaderos anhelos y esperanzas. Estaba guardando esas cosas para contárselas al hombre que fuera a aparecer en su vida, si es que alguna vez el amor llegaba a ella. Y en esto se iban sus días, en esperar algo que dudaba si vendría.
El caso es que con esta actitud, Vera sin darse cuenta siquiera, había ido cerrando cada vez más su corazón, hasta tal punto se endureció, que ya ni ella misma podía escuchar lo que su corazón, preso ya de tan impenetrable coraza, le pedía a gritos. Sólo necesitaba un poco de aire fresco, respirar. Pero Vera no lo esuchaba, y cuando algún vago rumor lograba llegar hasta ella, sólo conseguía que reforzara su muralla. Así se pasaban los días de Vera. Los días, los meses y hasta los años. Así, se dificultaba enormemente que pudiera conocer algún día al “amor de su vida”, porque Vera se había convertido en una criatura totalmente incapaz de amar. No es que fuera mala, ni nada, simplemente no sabía cómo amar, cómo abrir su corazón. No podía, lo había encerrado bajo demasiados cerrojos.
Me gustaría decir que un día Vera conoció a un hombre que le hizo tirar abajo su pared, que la hizo bajar de su altivez, y le mostró las bellezas de andar por lo bajo. Me gustaría poder contar que Vera se enamoró perdidamente de un hombre, que le ayudó a crecer en humildad y sabiduría, que le hizo descubrir el amor, que le enseñó que su corazón tenía alas y anhelaba desplegarlas de par en par. Me encantaría contar todo esto. Pero no. Lo cierto es que Vera jamás conoció el amor de un hombre, jamás supo lo que era sentirse salvada, jamás supo lo reconfortante que puede ser un abrazo. En lugar de eso vivió toda su vida mascullando amargura y un cierto resentimiento contra esas criaturas que saben amar, que se atreven a rebajarse de tal modo frente a la persona amada y al mundo entero, esos seres ridículos que hacen promesas de amor eterno que nadie sabe si podrán cumplir. Tal vez era pura envidia. Lo cierto es que Vera quería amar, quería ser libre, quería volar, pero nunca supo cómo. O tal vez nunca se animó a abrir sus alas. Y por eso un día la muerte la encontró exactamente como habían transcurrido cada uno de sus días, sola, mascullando amargura, tejiendo rencores. Tal vez por eso no le costó trabajo encontrarla, porque en cierto modo, hacía muchos años ya que Vera había dejado de vivir.
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